martes, enero 25, 2005

TODO LO QUE LLAMAMOS AMOR

TODO LO QUE LLAMAMOS AMOR.- ¡Codicia y amor! ¡Cuán diferentes sentimientos despierta en nosotros cada una de estas palabras! Y, sin embargo, tal vez se trata de un mismo instinto, denominado de dos modos diferentes: denigrado, por una parte, desde el punto de vista de los que poseen ya y en los cuales el instinto de la posesión se ha calmado un tanto y que ya temen por sus bienes; glorificando, de otra parte, desde el punto de vista de los no satisfechos, de los ávidos, que le encuentran bueno. Nuestro amor al prójimo ¿no es un imperioso deseo de una nueva posesión? ¿No sucede lo mismo con nuestro amor a la ciencia y a la verdad y en generan con todo deseo de novedad? Poco a poco nos vamos cansando de lo viejo, de lo que poseemos con seguridad, y de nuevo volvemos a extender las manos. El más hermoso sitio, si llevamos tres meses de residencia en él, no puede estar seguro de nuestra afición; algún lugar lejano excitará nuestros deseos. El objeto de la posesión desmerece por el hecho de ser poseído. El placer que hallamos en nosotros mismos quiere conservarse transformado de continuo en nosotros mismos alguna cosa nueva: a esto llamamos poseer. Cansarse de una posesión es cansarse de nosotros mismos (se puede padecer con una excesiva riqueza, y el deseo de desecharla, de repartir, puede también apropiarse el nombre de amor).
Cuando vemos padecer a alguno aprovechamos gustosos la ocasión para apoderarnos de él: esto es lo que da origen al hombre compasivo y caritativo, que llama amor al nuevo deseo de posesión que en él se ha despertado. Pero el amor sexual es el que más claramente se delata como deseo de propiedad. El que ama quiere poseer, él solo a la persona amada, aspira a tener poder absoluto sobre el alma y cuerpo, quiere ser el único amado, morar en aquella otra alma y dominarla como si fuese lo más elevado y admirable. Si consideramos que esto no significa más que excluir al mundo entero del disfrute de un bien precioso, de una dicha y un deleite; si se considera que el que ama aspira al empobrecimiento y privación de todos sus competidores; que pretende ser el dragón de su tesoro, como el más egoísta e indiscreto de los conquistadores y explotadores; si se mira, en fin, que al que ama todo lo demás del mundo le parece indiferente, pálido y sin valor, y que está dispuesto a hacer todos los sacrificios, a alterar toda clase de orden y a relegar a segundo término todos los intereses, sorprenderá que esta salvaje codicia, esta injusticia del amor sexual haya sido glorificada y divinizada en todas las épocas hasta el punto de que de tal amor se haya hecho brotar la idea general del amor en oposición al egoísmo, cuando aquél es precisamente la expresión más natural del egoísmo. En este casi debieron de ser los que no poseían y deseaban poseer, los que establecieron el uso corriente en el idioma, y probablemente hubo siempre demasiados de éstos. Los que en esta esfera fueron favorecidos por mucha posesión y saciedad han dejado escapar de vez en cuando una invectiva contra el demonio furioso, como decía aquel ateniense, el más amable y el más amado de todos, que se llamó Sófocles; pero Eros se ha reído siempre de semejantes calumniadores, que precisamente han sido sus mayores favoritos. Aparece a veces sobre la tierra una especie de continuación del amor en que aquel ávido deseo que experimentan dos personas, una hacia otra, deja lugar a un nuevo deseo, a una ansia nueva, a una sed común, superior, de un ideal colocado por encima de ellos; mas ¿quién conoce ese amor? ¿quién le ha sentido? Su verdadero nombre es amistad.

~ Friedrich Nietzsche.
La Gaya Ciencia, Libro Primero, XIV

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